El monstruo murió dos veces

Lautaro Punta
5 min readOct 18, 2021

--

Había una vez un pueblo con cielos e infiernos. Un pueblo gris y entristecido en el que no había iguales. Gentes de los cielos reían con desdén mirando hacia abajo. Gentes de los infiernos lloraban, intentando trepar hasta las nubes. Los cielos eran de pasto y los infiernos de barro. Las gentes del cielo, de punta en blanco, relucían sus juguetes nuevos y caros. Mientras, las gentes de los infiernos, picaban, paleaban y aspiraban hollines ensuciándose hasta las muelas.

Y un día, las gentes de los infiernos parieron un monstruo pequeño e inquieto. Y como en los infiernos no había juguetes, le inventaron uno para que se calmara. El monstruo dominó el juguete y el juego y nadie le competía. Las gentes de los infiernos, la que perdía contra el monstruo, disfrutaba. Y le perdía el miedo. Se embobaban viendo al monstruo y se olvidaban de trepar buscando el sol. Y el monstruo, a su vez, se iba volviendo cada vez más gente, más persona, más infierno.

Las gentes de los cielos, recelosas, hicieron una escalera sólo para que el monstruo subiera. Se daban cuenta de que los infiernenses tenían algo de felicidad y que eso no les convenía. Querían probar al monstruo, vencerlo y devolverlo al subsuelo, del que nunca tendría que haber salido, hecho polvo. Querían deshacer la ilusión de los infiernos que era, para ellos, una amenaza. Le dieron el jueguete al monstruo y el monstruo jugó otro juego, uno que los cielos nunca habían visto antes.

El monstruo danzaba y las gentes de los cielos caía a sus pies. El monstruo saltaba, giraba y los cielenses se anudaban, se chocaban entre sí. El monstruo trababa y golpeaba, y apuntaba y disparaba. Los cielos masticaban orgullos pisoteados, negando con la cabeza e insultando al aire.

El monstruo, victorioso, saltó del cielo al infierno, sin tocar la escalera. Las gentes del infierno lo atajaron en la caída y festejaron y saltaron y gritaron y vibraron con él.

Tanto marcó a los cielos el monstruo que sus gentes, obnubiladas por la magia, bajaron, para vivir en el infierno. El monstruo dijo “haya paz” y los cielenses pidieron disculpas y los infiernenses los perdonaron. Ya no había purgatorios ni panaceas, sólo pueblo. Y al monstruo nadie le decía monstruo y ahora todos le decían Dios.

Con toda la gente cantando por él, el Dios hizo malabares con el juguete y brilló en tierras varias y fue el mejor de todo el pueblo. Y tanto lo amaba la gente de su pueblo que el Dios ya no podía salir de su cueva más que para ir a jugar el juego, porque las gentes se le abalanzaban en amores descomunales.

El Dios se tuvo que ir de su pueblo.

Afuera, el Dios rescató otra gente y otro pueblo lo amó y, una vez más, fue el más bueno y el más grande.

Pero ya no para ese pueblo, para esa gente, sino para todos los pueblos y todas las gentes. Todos, maravillados, lo miraban acariciar el juguete y dominar el juego.

Al Dios lo desafiaron para que demostrase que nadie era mejor que él jugando.

Y el Dios era el mejor, pero ganó con trampa.

Porque era Dios, pero era también infierno. Algunas gentes, las de su pueblo, lo perdonaron. Otras tantas, no. Y tan bien jugaba el Dios al juego y tan bien mentía la trampa que el juego no se dio cuenta y premió al Dios con oros y glorias. Y su pueblo lloró lágrimas de alegría y se fundió en un abrazo eterno.

Con la trampa, el Dios se ganó enemigos oscuros y densos. Pero no tuvo miedo. Y cuando los enemigos lastimaron gentes de todos los pueblos, el Dios se interpuso. Porque era Dios, era gente y era barro y era infierno. Y siempre defendió a los más dolientes. Y las gentes dolidas, lo amaron aún más. Y el Dios era pleno.

Pero una noche de festejos una sombra le presentó al Dios un veneno fino, y él lo probó. Y lo malo es que le gustó. Y tanto le gustó que lo necesitaba.

El Dios estaba enfermo de necesidad.

Pero, después de mucho tiempo y con gran ayuda, se curó. Aunque nunca volvió a ser el mismo. Jugó hasta que algunos enemigos resentidos no lo dejaron jugar más.

Esa fue su primera muerte.

Al Dios le sacaron el juguete y lo convirtieron de nuevo en persona.

El dios caído se deprimió, se exilió, se recluyó, se quedó solo. Entre tanta gente que lo amaba, estaba solo. Se deterioró y se llenó de rabia. Y tuvo errores horribles, execrables y tristes como todos los humanos de los cielos y de los infiernos. Y pecó, también como todos. Pero su pueblo y todos los pueblos todavía lo recordaban. Porque su huella era imborrable, aunque él no viera.

Y un día, así como así, el Dios se fue.

Su segunda muerte.

Y ni las gentes de los cielos, ni las de los infiernos lo vamos a volver a ver. Pero lo vamos a seguir sintiendo, porque había tres cosas distintivas en ese Dios, que nos marcaron a muchos de los de su pueblo: su condición humana irrenunciable, con los cielos y los infiernos; la magia inmesa con la que jugaba el juego y el amor inconmensurable por esta tierra y su gente, aunque esta tierra y esta gente nunca lo dejaron vivir en paz. Y ahora nos damos cuenta.

Y ahora entendemos que él nos perdonaba por eso.

“En la conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable”, escribió Walsh cuando se murió Perón. Creo que esa historia se repite estos días.

Me es inexplicable y contradictorio entender lo que siento por Maradona. Me reconozco en esas contradicciones. Algunas cosas — las futbolísticas, las políticas- me parecen genialidades, otras — las prepotencias, los golpes- me resultan imperdonables, condenables.

Entiendo al tipo como producto de la historia y la cultura que lo forjaron, una historia y una cultura que pretendo pensar para no repetir.

Pero, sobre todo, entiendo el fenómeno Maradona y por qué incomoda tanto.

La esperanza de los que tienen poco, casi nada, y enfrentándose a las adversidades y los poderosos llegan a la gloria.

Los pies eternamente en el barro de la villa, las convicciones bien plantadas en la vereda de en frente a la de las injusticias. La alegría del pueblo pobre.

No me olvido de todo lo demás, pero así lo recuerdo.

--

--

Lautaro Punta

Soy periodista casi por mandato familiar. Quisiera vivir de escribir crónicas, ficciones. Quisiera dejar de correr detrás de esa mujer. Este es mi mejor intento